martes, 17 de diciembre de 2013

La infidelidad de Orula

Desde el comienzo de nuestros cultos se tiene la costumbre de efectuar el ebbó o limpieza ritual en el cuerpo del cliente con animales, plantas y otros elementos, para proporcionar la mejoría de su situación específica. Luego, estos materiales, bien envueltos en hojas de malanga o en papeles, se depositan en la manigua, río, el pie de un árbol o lo que marque el signo. En lenguaje común se dice que el paquete se lleva la mala suerte o influencia de la persona consultada.

   
La "entrega" del paquete del ebbó suele hacerla un ahijado que todo Babalawo de cierta importancia tiene como ayudante en su trabajo.

   
De esta forma procedía Orula en un principio, hasta que un día tuvo la intuición de entregar él mismo el ebbó al río.
   
Marchó el buen sacerdote por el campo y ya cerca de la corriente escuchó el canto de una mujer que, al parecer, se bañaba en las aguas aquella voz tenía un encanto y dulzura fuera de lo común y Orula no pudo sustraerse al deseo de ver quién era esa mujer, por lo que se acercó son sigilo y oculto tras unos matorrales miró. Allí el corazón le dió tres vuelcos en el pecho.
   
Sobre una roca en la que caían las aguas de un espléndido salto o cascada, se encontraba la mujer más atractiva y sensual que pudiera imaginarse soñador alguno.
   
Sus formas ideales, su piel cobriza más clara de lo normal en la región, su cabellera suave y facciones delicadas delataban un nacimiento originado entre una persona nativa y alguien de las comarcas norteñas, quizá algún comerciante ocasional en sus amores con una morena de la zona.

Orula no albergaba pensamientos malévolos ni gustaba de acciones reprochables. Era ejemplo de respeto y moralidad, por lo que se asombró de las muchas ideas que acudieron a su mente. Pero se  sobrepuso a todo aquello y se alejó del escondite para terminar el trabajo que hasta allí lo había llevado.

El resto del día y toda la noche estuvo rememorando las imágenes vistas. Y mientras imaginaba acciones increíbles tenía la vaga sensación de que ya una vez ya había vivido una escena parecida, pero el recuerdo se le perdía en la niebla de su pensamiento.

Los días siguientes volvió Orula al río, siempre por las tardes, cuando la mujer iba allí.

Pero a diferencia de la primera vez, estaba acompañada de varias sirvientes, que vigilaban los alrededores de la fuente y, una vez terminado su baño, le auxiliaban a vestirse con rapidez. Al parecer había desconfianza.

El caso es que Ijumo  así se llamaba la joven entendía el lenguaje de las aves y éstas le alertaron desde el primer día de las asechanzas de un extraño, por lo que buscó alejarlo con la presencia de sus damas de compañía.

Cuando Orula ya desesperaba de volver a verla a solas, cierta tarde que estaba sentado sobre una piedra cerca del camino escuchó su canto.

Llevaba la joven un vestido amarillo y, en las muñecas, unas manillas de oro que tintineaban al caminar. Sobre el pelo lucía flores silvestres dispuestas con elegancia y su rostro alegre era digno de una diosa.   Como Ijumo pecaba de curiosa, había querido ir sola al río para ver si se topaba al hombre que la acechaba con tanto misterio.
   
Así pues, Orula le salió en medio del camino y le dijo emocionado:

Hermosa mujer. Gloria tengan los dioses que permitieron este encuentro. En las aldeas y ciudades que he visitado jamás encontré una joven que se te compare en belleza. Sin duda eres la misma Ochún, esa que los cantores mencionan desde tiempos inmemoriales, vuelta a la Tierra para recrear mi vista. Impresionado estoy y me rindo ante tu hermosura. Soy Abanbón Guó... y también tu esclavo, si lo deseas.

Halagada en extremo y complacida por los finos modales del hombre, accedió Ijumo a sentarse junto a él. Conversaron de muchos temas, hasta que la prudencia aconsejó regresar, cada uno por su lado.

Aquel encuentro se repitió una y otra vez y se amaron en el río, sobre la hierba y entre los sembrados. Hasta que Ayabá, extrañada por las ausencias cada vez más prolongadas de su esposo y la frialdad que mostraba en el lecho, decidió una tarde ir en su busca. Y sorprendió a los amantes en un hoyo excavado al parecer en busca de agua, pues se encontraba seco. Alrededor de la sima los campesinos habían sembrado calabazas, cuyos tallos y hojas proliferaban por toda la plantación.

Al ver la escena, relampaguearon los ojos de la altiva Ayabá, que exclamó indignada:

Maldito seas, esposo, por haber traicionado la buena fe que siempre tuve en ti. Y tú, mujer ligera, aunque lleves la misma sangre que yo, pondré en conocimiento de las aldeas tu poca virtud al entregarte de modo tan vulgar a un hombre que apenas conoces.

Porque Ijumo estaba emparentada con Ayabá, pero desconocía su relación con Abanbón Guó u Orula, ya que nada le había mencionado éste al respecto. Así fue que, abochornada, huyó de la comarca con su séquito, mientras Orula comprendió su gran error al ocultar sus sentimientos, que, expuestos con rectitud y buena fe, hubieran llevado a otro final.   

Y temiendo un descrédito mayor, fue Orula a toda prisa a la casa-templo a recoger sus cosas y partió del lugar sin despedirse siquiera de los ahijados, que vivían cerca, tanta era su vergüenza.

Ayabá fue discreta luego al ocultar el motivo de su rompimiento, pero de una forma u otra los sucesos llegaron a conocimiento de todos y con el paso del tiempo originaron muchas historias, parecidas a ésta que hemos contado, recogida en el Libro Sagrado de Ifá.

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